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Asará BeTevet y los Jashmonaim: del heroísmo a la tragedia

Janucá no es solo el relato del triunfo. Es también la advertencia. La historia de los Jashmonaim muestra cómo una lucha por la Torá puede desviarse cuando el poder reemplaza al propósito.

por rab. Jonathan Berim

🕯️ Leilui nishmat Leizer ben Jaim

🕯️ Leilui nishmat Pesaj Eliezer ben Iosef Abraham

Janucá es la única festividad del calendario judío que acontece en dos meses distintos: comienza en Kislev y finaliza en Tevet.
Kislev es Janucá: es la luz, es la victoria de los justos sobre los malvados.
Tevet, en cambio, es ayuno, es tristeza, es el comienzo del proceso de destrucción del Primer Beit Hamikdash.

La historia de los Jashmonaim comienza como una de las gestas más gloriosas del pueblo judío, pero termina como una de las más dolorosas.

En el siglo II antes de la era común, la Tierra de Israel se encontraba bajo dominio seléucida. Antíoco IV Epífanes no buscaba solo gobernar: pretendía reprogramar espiritualmente al pueblo judío. Prohibió la circuncisión, el Shabat y el estudio de Torá, y convirtió el Beit HaMikdash en un templo pagano. No era una persecución económica ni política: era una guerra cultural.

En ese contexto aparece Matitiahu ben Iojanán, un kohen de la aldea de Modiín. Cuando un emisario imperial exige un sacrificio pagano, Matitiahu se niega, mata al judío apóstata que iba a cumplir la orden y al oficial griego, y huye a las montañas con sus hijos.
No era un estratega ni un rey: era un judío que entendió que los valores del judaísmo no son negociables.

Tras su muerte casi inmediata, el liderazgo pasa a su hijo Iehudá, llamado HaMacabí. Bajo su mando, un pequeño grupo de campesinos y estudiosos de la Torá derrota a ejércitos profesionales. No por número ni por táctica, sino por convicción y ayuda Divina.
Año tras año, batalla tras batalla, recuperan Jerusalem y purifican el Templo. Ocurre el milagro del aceite y nace la festividad de Janucá: una victoria espiritual.


Primer traspié: el reinado

Tras Iehudá, sus hermanos continúan la lucha. Lo que comenzó como una rebelión por la Torá se transforma lentamente en un proyecto de poder.
Los Jashmonaim no regresan a sus casas ni entregan el liderazgo a quien corresponde: se instalan como gobernantes y, con el tiempo, se proclaman reyes.

Con Ionatán y Shimón, últimos de los cinco hijos de Matitiahu, surge el primer conflicto serio: además del liderazgo militar, se apropian del poder político y del cargo de cohen gadol. Aun así, evitan coronarse formalmente como reyes.

Iojanán Horkanus sienta las bases de la dinastía jashmonaí bajo el título de nasí. Expande el reino y convierte por la fuerza a poblaciones no judías, provocando duras críticas de los sabios. Fue un sumo sacerdote justo durante gran parte de su vida, pero terminó alejándose del cumplimiento tradicional.

El quiebre definitivo llega con Iehudá Aristóbulo I, quien se corona oficialmente como rey. El conflicto se vuelve irreconciliable: los Jashmonaim eran kohanim, no descendientes del rey David.
La Torá separa monarquía y sacerdocio, pero ellos los unifican.
El mismo hombre que entra al Kodesh HaKodashim se sienta en el trono. La transgresión no es menor: es estructural (Ramban, Bereshit 49:10).


Segundo traspié: la asimilación

Con el paso de las generaciones, la familia se heleniza cada vez más. Los nombres cambian: de Matitiahu, Iehudá y Shimón, a Horkanus, Aristóbulo y Alexander. Adoptan nombres griegos, hábitos griegos y formas de gobierno griegas.

Los descendientes de quienes combatieron la helenización comienzan a imitarla. El conflicto ya no es contra un imperio extranjero, sino dentro del propio pueblo.

Esto profundiza el enfrentamiento entre los Jashmonaim y los Jajamim, los Prushim (Fariseos), portadores de la Torá SheBeal Pe. Los reyes prefieren a los Tzedukim (Saduceos): una élite aristocrática, cercana al poder, negadora de la tradición oral y de la autoridad rabínica.


Tercer traspié: los asesinatos

Lejos de ser una familia ejemplar, los Jashmonaim se hunden en la violencia interna. Aristóbulo I encarcela a sus propios hermanos para asegurar el trono; el único en quien confía termina asesinado.

Muere sin hijos y lo sucede su hermano Alexander Ianai, quien se casa con la viuda, Shlomtzión Alexandra, conforme a la ley de Ibum. Alexander se identifica abiertamente con los Saduceos y persigue y asesina a casi todos los sabios de su generación.
El Talmud relata que Shimón ben Shetaj, hermano de la reina, logra sobrevivir y restaurar la Torá (Kidushin 66a).

Tras la muerte de Alexander, Shlomtzión Alexandra reina cerca de nueve años, marcados por la reconciliación con los Fariseos y una breve estabilidad espiritual.

Pero a su muerte, todo colapsa. Sus hijos, Aristóbulo y Hircano, desatan una sangrienta guerra civil. Hermanos contra hermanos. Cada uno busca apoyo externo.
Y entonces ocurre el error irreversible: llaman a Roma.

El general Pompeyo entra a Jerusalem. Judea pierde su independencia. Los Jashmonaim quedan reducidos a títeres de un poder que no comprende ni respeta su historia.


Epílogo

El final es trágico y profundamente simbólico. Herodes, idumeo, hijo de conversos forzados y sostenido por Roma, asciende al trono. Se casa con Miriam, princesa jashmonaí, para legitimarse… y luego elimina sistemáticamente a toda la familia. Uno por uno.
No queda herencia. No queda continuidad.

Nuestros sabios sentencian con dureza inusual:
“Quien diga que desciende de los Jashmonaim, es esclavo” (Baba Batrá 3b).
No niegan el milagro inicial. Enseñan una lección eterna: el poder que no se somete a la Torá termina devorándose a sí mismo.

Los Jashmonaim salvaron al judaísmo de la helenización forzada.
Pero al olvidar por qué habían luchado, prepararon el terreno para la destrucción del Templo que tanto se esforzaron por recuperar.

Janucá celebra la luz del comienzo.
Asará BeTevet nos recuerda la oscuridad del final.

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